Ya viene Hugo Muñoz
Alberto Fujimori va a ganar las elecciones presidenciales del Perú, y esta vez lo hará sin fraude. El único si lo hay- será la amnesia colectiva. Tal vez la sangre de estos chicos y de su profesor, todos ellos sus víctimas, pueda servir para que los votantes abran los ojos y recuerden. Recuerden:
Hugo Muñoz fue despertado, pasada la medianoche, con fuertes golpes en la puerta de su casa. “Ya voy. Ya voy”, gritó, y fue al baño a arreglarse.
Así puede haber sido el comienzo de esa noche. Lo supongo porque lo conocí y fui su profesor en la universidad, y sé que era agradable y amiguero, que no iba a dejar a nadie esperándolo aunque ya fuera la una y 45.
La noche del 18 de julio de 1992, no le dieron tiempo de arreglarse. A patadas abrieron la puerta de su casa dos encapuchados que portaban metralletas. Sin cuidarse de ser vistos, pasaron junto a la cama donde dormían la esposa y el bebé del profesor, y por fin a él lo redujeron por la fuerza y lo obligaron a salir.
Hugo era esperado en la puerta por un grupo de soldados y el mayor Martín Rivas, jefe del grupo “Colina” y ejecutor de las disposiciones del entonces presidente del Perú, Alberto Fujimori.
En los pabellones estudiantiles, fueron secuestrados siete muchachos y dos chicas. Ya a bordo de las furgonetas, fueron golpeados con brutalidad a fin de “amansarlos”, según ordenaba Rivas, a quien le encantaba ese trabajo.
Luego de dos horas, los vehículos se detuvieron y un grupo de soldados bajó a cavar las futuras tumbas. En medio de forcejeos y gritos, los detenidos fueron obligados a arrodillarse. A causa de las bestiales torturas, alguno ya había muerto en la camioneta. Al fin, Martín Rivas dio la orden de disparar sobre el grupo.
Las diez víctimas de Fujimori fueron enterradas de prisa porque ya amanecía. En los días que siguieron, los criminales los enterraron y desenterraron dos veces más hasta que por fin decidieron prenderles fuego, y echarles tierra encima.

Todos saben que el asesino hacía gala de su admiración por una bestia vecina, y dijo en esos días: “El será Pinochet, pero yo soy Chinochet.”
Uno de los ejecutores, acogido al sistema de confesión sincera, relataría después que se pensaba llevar a los secuestrados al Cuartel General del Ejército, de donde procedían las decisiones, pero que de allí llegó la contraorden, y por fin, el mandato final del exterminio.
¿Quién dio la orden del crimen? Cuando se lo preguntaron al mayor Rivas, respondió: “Si Pérez Documet era el general a cargo de la DIFE, ¿quiénes eran los únicos que podían estar sobre él? Está claro, ¿no? Si las órdenes no venían de Fujimori, Montesinos y Hermoza, ¿de quién más podían venir?”.
Todos saben que aquella noche como todas las noches de ese tiempo funesto, Alberto Fujimori pernoctaba en el Cuartel General porque tenía miedo, mucho miedo.
Todos saben también que, días después, al denunciarse el secuestro de los estudiantes, salió a la televisión para declarar al país que los estudiantes se habían autosecuestrado o que se habían ido de la universidad para unirse a las huestes de Sendero Luminoso.
Todos saben que cuando una comisión del Congreso investigaba el crimen, los tanques de Fujimori rodearon la casa legislativa para amedrentar a la Comisión Investigadora.
Todos saben que el asesino hacía gala de su admiración por una bestia vecina, y dijo en esos días: “El será Pinochet, pero yo soy Chinochet.”
Todos saben que este personaje simplón, seminalfabeto, casi lombrosiano, justificó siempre el baño de sangre como único camino para derrotar al senderismo.
Por todo esto, que todos saben, es inconcebible que se llame partido político a la pandilla de sus seguidores. Aquellos están a punto de regresar al poder.
Yo conocí a Hugo Muñoz, y no lo voy a olvidar. Usted, tampoco, Alberto Fujimori. Usted no duerme. En sus noches blancas, quizás en este mismo momento mira angustiado la pared de su celda, y cree ver a Hugo Muñoz. “Ya voy. Ya voy”- tal vez le dice. Y eso es verdad: Ya viene.